Las luces de la gran ciudad brillaban lejos, astros tenues de un mundo de sueños, mientras la luna iluminaba las olas de un mar plácido y cansino. La noche era fría y solitaria en la habitación del melancólico poeta de odas tristes, que escribía con gesto complacido al lado de su ventana. Una música suave se deslizaba desde el viejo transistor, sus manos moviéndose con calma por el raído teclado, su eterna sonrisa lánguida, sus ojos entre vivaces y apagados, dudando entre la alegría y la pena.
Pensativo, soñador, como un romántico que recita poemas ampulosamente vacíos, jugando a ser Dios en un escrito, retocando, corrigiendo, gozando de su pequeña y efímera creación, se gira y vuela sobre la luz de la luna hacia el horizonte. Murmura, tímido, dos palabras y un recuerdo, y continúa en su pequeño mundo, obcecado por rozar una huidiza perfección. Sus manos siguen vagando, lentas, serenas, formando ideas, frases y sueños al son de viejas baladas, quizás sombras de un pasado. El autor, ya satisfecho, finaliza con una sonrisa, y lee, complacido, las reglas de su propio juego.
Cansado, el poeta se levanta orgulloso, feliz con su mundo etéreo.
Mientras él, tranquilo en su noche fría y solitaria, se aleja del papel, dejando su obra tras la magia de unas letras, otra obra mayor continúa lejos, más allá de su habitación y de su soledad serena. Una obra que el poeta mira y admira, llorando cuando toca y riendo cuando puede; sin embargo, a pesar de las gracias, de los sollozos y las muertes, el pobre hombre la maldice, porque ni la controla ni la comprende. Sus versos quizás no son más que sueños, argumentos que él espera y no siente, esperanzas sin sentido de un mundo que no entiende.
Tras la soledad serena y la tenue y lánguida música, el poeta llora en silencio, autor de sus propias lágrimas.
dimarts, 6 de novembre del 2007
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