Miro la luz ámbar, pesada, sofocante, de una farola en la noche. El intenso mirar me ciega y me deforma la realidad hasta convertirla en un destello amarillo. El atolondramiento en que estaba sumido mi cuerpo se convierte en cansancio y las ideas se agolpan en mi cabeza. Absorta en mis pensamientos en un bordillo cualquiera, de una acera cualquiera, de una calle cualquiera,esa maldita luz amarilla comienza a invadirme y a inundarme de desaliento y desánimo. Como un día de lluvia, o una tarde de domingo sóla, un callejón teñido de ocre me provoca una angustia desgarradora. Veo a mis compañeros riéndose: "Mírala se ha quedado atontada, lo que se habrá metido". Están tan bebidos que no recuerdan mi condenada diabetes. Como desearía ser un Baco inconsciente, que sin preocuparse de por qué y para qué, se limitara a vivir.
Quiero dejarme arrastrar por la ebriedad, quiero olvidar el sin sentido de la vida, mis contradicciones, mi insignificancia, quiero olvidar que estoy aquí y yo no lo he decidido. Pero no puedo. Entre las risas, las bromas y los empujones siento la soledad como se siente el frío, calándome en los huesos. Sola entre la multitud. Encerrada en mis pensamientos. La diversión, el amor, la música, la amistad me cobijan ante la negra tormenta que es sentirse viva. Pero tumbada en la cama con los ojos en blanco o sentada ante una farola, mis oscuras ideas me atrapan desprevenida y me torturan. Entonces cojo un papel que, tácito, escucha mis gritos, mis ruegos y mis lloros. Mi desconsuelo y mi dolor son la semilla necesaria para crear. El arte surge de la tragedia y el sufrimiento. Escribir me rescata de mi misma, me obliga a mover la mano, me devuelve a la actividad y me libera del desamparo de las ideas. Es la magia de las palabras.
dilluns, 26 de novembre del 2007
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