dijous, 29 de novembre del 2007

Narciso,

Siento el frío del banco de metal que me sostiene. Me alejo con el tren que lentamente vomita una espuma agria y caliente. El aroma de la desesperación va calando en mis huesos, que sólo aspiran a encontrar el sosiego en la oscuridad remota. Donde la luz no permita sombras ni destellos que reboten. La gente, gris y alienada, mira. Me mira y me señala con sus dedos, delatándome. Me roen recuerdos que queman mi dignidad. O quizás ya ni la destruyen, porque se extinguió con mis súplicas. Sembrar en el corazón la semilla de la humillación, si es por amor, debe ser maravilloso, pues la correspondencia del amado riega la tierra seca del amante y nace un árbol frondoso y fértil. Porque las penas y la desesperación de la sequedad del crudo invierno se diluyen ante la llegada húmeda y copiosa de la primavera que trae lluvias de afecto. Y florecen triunfantes los pechos de los amantes.
Pero tu frío ha resecado mi arena. Has hecho que se haya consumido en vano mi entrega. Ahora, ya sólo puedo irme lejos, en busca de un cobijo para mis enjutos sueños. Lejos del objeto de mi perdición. Lejos de ti. Pero mi voz seguirá repitiendo tus duras respuestas. Roeré tus oídos haciéndote prisionero de tus propias dudas. Conseguiste mi destrucción dedicándote palabras amables. Sólo a ti, sólo contigo. Siempre ocupado en cuestionar tu armonía. El único centro de tu persona eras tú mismo: tus formas, tu aroma, tu tacto, tu voz... Tu imagen derrotó las delicias que yo te ofrecía, las pisoteó. Nada me queda, nada. Sólo una voz que se lanza al vacío. Era la música lo que nos acercaba. Fue obsesión lo que aisló. Y es mi derrota lo que me arrastra ahora.
Pero, aunque me he rendido, después de haber perdido, te he dejado un tormento tortu-ra de amor. Porque fue mi voz grave y mi timbre profundo lo que bailabas en tu escena en el momento en que los espejos te mostraron tu belleza endemoniada, que me enloquecía. Y, escuchando mi canto, enloqueciste, vencido también por tu belleza. La causa de mi martirio fue tu amor egoísta, enfermizo.
La única prenda de venganza que te he dejado antes de partir, es el reflejo indefinido de mi voz. Repetiré con el mismo tono cada lamento cegado que escupas. Tú no ves la realidad sólo persigues reflejos. Yo perseguiré tus palabras ímpias manchadas por la atracción de tus líneas. Yo seguiré repitiendo tus preguntas, y las haré perpetuas ahogándote el silencio. Mientras tú sigues en tu sala, bailando. Con una clase y un estilo afectados. Fijado en el frío cristal. En un llano cristal. En simple cristal.
Desaparezco. Mis huesos espolvoreados por el viento del desprecio se pierden por las grietas del olvido. Fisuras sin fondo abiertas por tus burlas y tus rechazos cortantes. Pero mientras me confundo con la tierra en las entrañas del mundo feliz que me has prohibido, puedo oír. Oírte. Oír mi propia voz repitiendo tu llanto. Redobla absoluto mi sonido, agudo y definitivo. Reproduce mi tono el preludio de tu fin, duplicando el sufrimiento que sientes. Perpetuando la angustia que te invade al descubrir que tu afilada imagen se desmenuza, que trizas de tu fiel reflejo cristalino cortan tus ideales, te arrebatan la vida. Puedo oír tu último adiós. Te arrepientes ahora de haber saltado hacia tu único deseo, confinado a no alcanzarte. Has osado arremeter con pasión el cuerpo que te sedujo, rompiendo el eje que te igualaba a él, a tu visión perfecta. Frívola, incorpórea, inaccesible.
Ya se clava mi vacío en la nada, retorna una y otra vez la prueba de tu fracaso, de tu perdición maldita. Se han cumplido los temores, los presagios de tus padres. Sólo perdura mi venganza inútil que resuena acompasando nuestras muertes.